La contracultura no es un movimiento cohesionado, coordinado, articulado. Son cientos de manifestaciones, más o menos independientes, a veces antagónicas, que se dan en función de la oposición o marginalidad en relación con el Estado, como en el caso de los pintores marginados o los gays, las travestis, los movimientos feministas, los escritores que no pueden publicar en revistas prestigiadas, los chavos banda, los grafiteros, los skatos.
Uno de los postulados de la teoría de sistemas de Niklas Luhmann establece que el sistema social opera reduciendo la complejidad de su entorno. El entorno siempre será más complejo que el sistema y éste lo afronta con diversas configuraciones de sentido o subsistemas. Los subsistemas realizan un recorte de la realidad y la interpretan de acuerdo con su propio medio característico; así la economía con el dinero, la política con el poder, la ciencia con la verdad y la religión con la fe, por poner algunos ejemplos paradigmáticos.
Siguiendo este modelo interpretativo, es posible observar cómo el medio híbrido del análisis cultural, nacional e internacional, realiza un sesgo en la parte de la realidad a la que dota de significado. Construido con la mixtura de la ciencia, la política y la economía, más los instrumentos de la sabiduría hermenéutica acumulada, el análisis cultural observa lo que puede observar y nada más. Es decir, al ser una subrama de los subsistemas antedichos tiende a la institucionalización. Desde ella, se vuelve orgánico y altamente selectivo, siendo así prácticamente autorreferencial. Bifurca sus productos y los vuelve objetos de dos caras. Por una parte, son objetos culturales; por otra, son objetos del análisis cultural. En México, los ejemplos de Vuelta y Letras libres son paradigmáticos al respecto.
Pero el entorno siempre es más rico que el sistema y posee un desarrollo y un devenir propios que sobrepujan la operatividad de éste. Siempre habrá una realidad que escapa a los análisis predeterminados. En el contexto de lo que ha sido identificado como el conjunto de las manifestaciones culturales existe un inmenso detritus que no ha podido ser aprehendido por las convenciones institucionalizadas del análisis cultural orgánico. Sin embargo, esa pretendida rebaba emerge rutilante esparciéndose a lo largo y ancho del sistema social, firmemente anclada entre lo popular y lo esotérico, lo chocarrero y lo exquisito. Es lo que, a falta de un término mejor, se conoce como cultura alternativa.
Considerado un arte post-vanguardista, post-humanista y, en consecuencia, post-modernista, el variopinto conjunto de manifestaciones de la cultura alternativa ha funcionado como némesis del arte institucionalizado, al que sus paladines llaman “arte culto”. En este sentido, el arte alternativo opera bajo los mismos esquemas estéticos estandarizados, pero subvirtiéndolos en desarrollo e intencionalidad. De esta manera, ese tipo de arte se halla en medio de una paradoja. Por una parte, jalona la expresión estética por caminos insospechados de temática, materiales y ejecución, y, por otra, tiene que preservar parte del encuadre estético institucionalizado, a riesgo de no hacerlo y diluirse en cualquiera otra cosa excepto arte —artesanía, publicidad, sentimentalismo.
Con todo, se ha consolidado como un mundillo lúcido y vigoroso; pleno de experimentación y libertad creativa, ha visto nacer algunas de las manifestaciones culturales más dignas y propositivas de los últimos cincuenta años. De los beatniks y el dirty realism a los cómics cyberpunk; del acid rock y el dark wave al thrash metal; de los performances y el arte objeto al hiperrealismo escatológico, y una larga lista adicional.
Dentro de la diversidad y disimilitudes que todas estas manifestaciones poseen tienen, sin embargo, algo en común: por regla general son execradas por el mainstream cultural. Se las considera chocarreras, excéntricas, dudosas o de mal gusto. Se les antepone el gesto adusto de la crítica convencional con sus dicotomías preestablecidas entre lo culto y lo popular, lo exquisito y lo vulgar, lo digno y lo despreciable. En consecuencia, carecen de difusión masiva y son escasos sus portavoces; sus críticos serios son minoría, y quienes tienen el arrojo de erigir medios en los que estas manifestaciones tengan cabida son, prácticamente, héroes o locos.
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